Cuando el chileno ganó con 48 años el premio Pritzker, muchos ya manifestaron su malestar por considerarlo demasiado joven para el galardón. Él sigue peleando por hacer viviendas asequibles en un oficio, el de la arquitectura, que define como una mezcla de surf y rugby
Un arquitecto que afirma que las favelas no son el problema sino parte de la solución demuestra que no se arredra ante la polémica, pero también que posee una inusual seguridad en sí mismo. Y no se trata solo de palabras: Alejandro Aravena (Santiago de Chile, 55 años) no ha dudado en integrar las metodologías de los asentamientos informales para diseñar las viviendas sociales por las que se ha hecho más conocido. Desde el estudio del que es director ejecutivo, Elemental, con sede en la capital chilena, ha ideado proyectos como la Quinta Monroy en Iquique, unas viviendas diseñadas para que sus propios usuarios las ampliaran hasta duplicar la superficie habitable. “Era una cuestión de sentido común que todos modos los metros cuadrados se duplicarían por parte de la gente”, dice. Si esto era un hecho inevitable, ¿por qué no facilitarlo mediante el diseño inicial? Cabe pensar que esta premisa no guste especialmente a los partidarios de la figura del arquitecto como autor intocable, pero en 2016, cuando con 48 años ganó el premio Pritzker, muchos ya manifestaron su malestar por considerarlo demasiado joven para un galardón por lo general concedido a profesionales con más proyectos construidos y mucha más carrera a sus espaldas que por delante. El pasado mes de noviembre estuvo unos días en Madrid para participar en los debates públicos Cities: Affordable Housing (“Ciudades: vivienda asequible”) organizados por la Norman Foster Foundation, donde mantuvo una conversación sobre el tema con el propio Norman Foster. Allí desplegó su enérgico carisma desde que, antes de comenzar su charla, definió el ejercicio de la arquitectura de viviendas como una combinación entre los deportes del surf y el rugby.
¿Podría explicarme a qué se refería con esa comparación?
Fui educado en un contexto donde se pide al arquitecto que tenga control total sobre el proyecto que ejecuta. Pero hacer viviendas es más un proceso que un producto. Cuando miro por la ventana de mi oficina y veo los millones de metros cuadrados que producen tanto el mundo inmobiliario como la autoconstrucción fuera de la arquitectura, pienso que es ingenuo creer que uno pueda controlar unas fuerzas tan grandes, y tampoco deberíamos pretender suprimirlas o remplazarlas. Son como una ola que uno, idealmente, llega a canalizar. A navegar sobre ella. En cuanto al rugby, es un deporte muy rudo, lleno de fricciones, y en la arquitectura de viviendas pasa igual. Se necesita mucha calle y poco escritorio. Cuando se discute sobre vivienda desde el mundo de los expertos y después se contrasta con la realidad, se ve que es otra cosa. El de la vivienda es uno de esos problemas que, si bien son rudos, son muy genuinos, y hay que quitarles el componente de falso problema de las discusiones académicas. Y está bien que uno como arquitecto aprenda que ese juego no permite eufemismos, que se mueve en otra escala.
Desde luego no parece un eufemismo decir que la favela es la solución al problema de la vivienda.
Es tremendamente importante entender las restricciones del problema antes de ponerse a operar. Para hacer vivienda en mi contexto trabajamos con 10.000 dólares por familia. Esa es la realidad. Y, o bien operas dentro de ese marco, o bien estás como un opinólogo, por fuera. Alguien se encargará de hacerlo: o el mercado inmobiliario puro y duro o la favela, el asentamiento informal. Y de hecho lo hace.
Puede que cuantitativamente el problema tienda a resolverse así. Pero, ¿y cualitativamente? ¿Qué pasa con la calidad de esas viviendas autoconstruidas?
Cuando uno observa los metros cuadrados de la puerta hacia adentro, probablemente no siguen los estándares estéticos de la arquitectura. La gente está dispuesta a sacrificar la ventilación y la iluminación naturales en los procesos de autoconstrucción, informales o formales. Y eso, en efecto, queda mal. Habría que buscar la forma de que el diseño pueda resguardarlo. Materialmente, sin embargo, el resultado nunca está demasiado mal.
¿Qué pueden aportar los arquitectos en el proceso, entonces?
El recurso más escaso no es el dinero, sino la coordinación, por lo que la suma de acciones individuales no es capaz de cuidar el bien común. Lo que no se sabe hacer no son los metros cuadrados de vivienda, sino los espacios entre ellos que permitan la vida en común. Así que el trabajo del arquitecto es que el espacio entre esas unidades siga permitiendo una convivencia colectiva sana, que espontáneamente no se produce. En Manhattan, por metro cuadrado habitable, hay un metro cuadrado de espacio común. En un asentamiento informal esa proporción se reduce a 1 a 10, y entonces ese entorno urbano no tiene ninguna calidad. Ese sería en verdad el trabajo del arquitecto. De hecho, para las ciudades del futuro, lo importante es lo que no se construya. Y para eso será fundamental ese trabajo de coordinación y diseño, de alarife.
Con el confinamiento por la pandemia surgieron nuevas exigencias respecto a la vivienda. ¿Cree que en su mayoría eran coyunturales, o que implicarán cambios permanentes? En un contexto donde el otro es una amenaza, lo ideal sería estar lo más lejos posible de él. Pero eso es un análisis del primer mundo, mientras que en la mayoría del planeta moverse hacia donde esté la masa crítica es una necesidad. La gente se mueve a las ciudades no para vivir mal, sino para acceder a mejores trabajos, servicios y recreación, para mejorar su vida por esas oportunidades que las ciudades concentran. Además, las ciudades son vehículos muy eficientes para entregar políticas públicas: el agua potable, alcantarillado, electricidad, transporte… son más eficientes. Cuando en el confinamiento se decía “quédese en casa y lávese las manos”, para 2.000 millones de personas en el planeta no había posibilidades de hacerlo. Así que tiene sentido que la gente se concentre en el espacio, pero la pandemia le puso un interrogante a eso porque identificó hacinamiento y densidad, cuando no son sinónimos. El trabajo del arquitecto es que no lo sean. Se puede vivir juntos en el espacio, resguardando el espacio individual.
Sin embargo, mucha gente dejó la ciudad para trasladarse a entornos con menos densidad de población, si tenía las posibilidades de hacerlo. Para una parte demasiado importante del planeta eso no es una alternativa. Hay que generar las condiciones para que la cohabitación sea buena. La pandemia era sobre todo una cuestión de interiores. Por lo tanto el desafío para la arquitectura es cómo transformar interiores en exteriores. En los espacios de trabajo, algo tan simple como abrir ventanas no es posible, porque los sistemas de aire acondicionado no están pensados para ello. Pero a escala residencial está la idea del balcón, ese espacio intermedio entre fuera y dentro. En Santiago hay muchos edificios con terrazas, y durante mucho tiempo la gente las cerraba y creaba metros cuadrados interiores y percibía eso como una ganancia. Pero ahora todo el mundo empieza a desmontar de nuevo esos cerramientos. Si la gente estaba encerrada, lo que les salvaba era ese espacio entre fuera y dentro. Y eso es lo que probablemente deba incorporar la arquitectura a su caja de herramientas: los espacios entre interior y exterior, negociables, como la terraza o el balcón. Son cosas sencillas, no ingeniería aeroespacial.
En el debate habló también de diseñar y construir las viviendas en un proceso colaborativo con los usuarios. Pero, ¿cómo se articula esa colaboración?
Cuando nosotros entramos a trabajar en vivienda social sin saber prácticamente nada del tema, lo hicimos mirando desprejuiciadamente cuáles eran los puntos de quiebra y las variables complejas de la ecuación. Y era un dato que con fondos públicos, en el mejor caso, se podía construir la mitad de los metros cuadrados que se acaban de hecho construyendo. Entre 30 y 40 metros cuadrados. Cuando la gente recibía esos proyectos de vivienda social, todos duplicaban ellos mismos el tamaño inicial, y el problema es que lo hacían a pesar del diseño, no gracias a él. Por donde uno lo mirara, ese proceso de ampliación se hacía mal. Entonces, ¿no tenía sentido que estuviera sentado a la mesa desde el día uno el autor de esos metros cuadrados para repartirnos responsabilidades y tareas? Porque no puedes permitirte el lujo de ser redundante. ¿Qué hago yo y que haces tú? Además, debes establecer prioridades. Y esas personas que habían vivido en condiciones de escasez tienen ese conocimiento que es muy útil, y que debemos usar.
En este punto, recuerdo aquellas imágenes televisivas de Sáenz de Oiza visitando las viviendas sociales de El Ruedo, en Madrid, que él había trazado. Los propios vecinos se enfrentaron a él porque el diseño estaba muy alejado de sus necesidades. Y su respuesta fue: lo mejor es que dejes la casa y te hagas arquitecto.
No he visto esas imágenes, pero puedo entender por dónde va el asunto. En la estructura presupuestaria que decidimos trabajar, el coste de cada vivienda era de 7.500 dólares, de los cuales 7.200 eran subsidio del estado y 300 ahorro de las familias, que les costaba dos años reunir. Cuando nos sentábamos a la mesa para repartir tareas, planteábamos a la gente cosas como que no llegaba el dinero para entregar la tina [bañera] y también el calentador de agua. Pero al entrar en la vivienda no tenían para pagar por el gas, así que el calentador era inútil. A cambio había un subsidio al agua, y en la tina se puede lavar ropa, bañar un niño, mientras que en la ducha no. Y en la tina no se filtra el agua hacia abajo como en la ducha, lo que es motivo de conflicto vecinal. Así que, según nos decían, en experiencias anteriores si había calentador la gente tomaba el calentador y lo vendía. Pues usted entrégueme la tina, y yo con el tiempo ya tendré el calentador. Estos son los trade-offs que permiten establecer prioridades ante la escasez.
Cuando usted ganó el premio Pritzker, en 2016, tenía 48 años y surgieron voces críticas que lo consideraban excesivamente joven. ¿Cómo se sintió ante ellas?
Primero, de eso no me enteré demasiado porque yo estoy rodeado de muchos ingenieros, y para ellos si a los 48 años no hiciste algo ya eres muy viejo. Los arquitectos nos damos ese consuelo de que la carrera parte a los 50 años. Pero la madurez no es un proceso biológico, puede acelerarse con desafíos intelectuales y profesionales. Yo diría que la juventud es otro de esos problemas que solo preocupan a los arquitectos.
Se ha dicho que entonces lloró al saberse ganador. ¿Es usted una persona particularmente emocional, quizá contra lo esperado de cierto arquetipo del arquitecto con un halo de seriedad? Mis hijas dicen que sí, que lloro con bastante poco. Así que supongo que es verdad. Hay ciertas profesiones que dicen con orgullo que al acumular experiencia hay que aprender a tener la piel gruesa. Los políticos, por ejemplo. Pero el arquitecto requiere una piel delgada, para capturar las cuestiones simbólicas y emocionales. Si yo no la tuviera me perdería esas dimensiones que, por intangibles o leves que sean, al final son las que más importan, porque pueden hacer fallar un proyecto. Lo racional es condición necesaria pero insuficiente. Hay que trabajar muy duro para que lo medible esté impecable, pero no basta con eso. Así que no puedo negarlo: es así y esta genial que siga siendo así.
Artículo de Ianko López para El País